PARTICIPAR ES ALGO COLECTIVO


Desde nuestro punto de vista, una concepción de izquierda acerca de la sociedad es diametralmente opuesta a la del capitalismo, y en particular a la del neoliberalismo como ideología dominante en las últimas décadas. Una concepción de izquierda no debe ver al hombre como un ser individual, aislado, separado de los demás, sino que lo debe considerar como ser social, el hombre que no puede desarrollarse a sí mismo si no se desarrolla con otros. No existen el ciudadano abstracto (alguien que está por encima de todo, que no es ni rico ni pobre, ni viejo ni joven, o lo es todo a la vez), sino personas concretas que viven, se asocian e interactúan de diferentes maneras con otras personas en comunidades y organizaciones en las cuales realizan sus intereses, ejercen sus derechos y sus deberes. Y la sociedad que queremos construir tiene como meta el pleno desarrollo de ese ser humano. Que no se decreta ni cae del cielo, sino que se logra cuando, al transformar la realidad en la que viven las personas se transforman a sí mismas. Es la participación, el protagonismo en todos los espacios, lo que permite al hombre desarrollarse humanamente. Por eso, no se trata sólo de darle un contenido social a la democracia, de resolver los problemas de la alimentación, salud, educación, etcétera, sino de ir creando espacios que permitan que las personas, al luchar por el cambio, se vayan transformando a sí mismas. No basta con valorar positivamente la participación en abstracto, no basta con mencionar permanentemente al pueblo, eso puede quedar en meras palabras si no se crean los espacios adecuados para que puedan darse lo más plenamente posible los procesos participativos, tanto en los lugares donde las personas habitan como en los lugares donde las personas trabajan o estudian.
QUE ES PARTICIPAR
Participar, en principio, significa “tomar parte”: convertirse uno mismo en parte de una organización que reúne a más de una persona. Vale decir que la participación es siempre un acto social. Nadie puede participar de manera exclusiva, privada, para sí mismo. Y en las sociedades modernas, es tan difícil participar en todo como dejar de participar. Aquel que crea no participa en absoluto, en realidad está extendiendo un cheque en blanco para que otros actúen en su nombre. Pero a su vez, es imposible participar de todos los acontecimientos que nos rodean; no existen el tiempo ni los recursos suficientes para participar en todos los acontecimientos que despiertan nuestro interés. De manera que la verdadera participación, la que se produce como una decisión voluntaria de actuar en un colectivo, requiere de un proceso previo de selección entre varias opciones. Y al mismo tiempo, esa decisión de participar en algo con alguien, está suponiendo la decisión paralela de abandonar la participación en algún otro espacio de la interminable acción colectiva que supone la sociedad moderna. Es decir, la participación es siempre, al mismo tiempo, un acto social, colectivo, y el producto de una decisión individual. De ahí la enorme complejidad del término “participar”, que incluye los innumerables motivos que pueden inhibir o estimular la participación ciudadana en circunstancias distintas, pero también las razones estrictamente personales que llevan a un individuo a la decisión de participar o no. Hay un difícil equilibrio entre las razones que animan a la gente a participar, y sus posibilidades reales de hacerlo. Aunque el entorno político sea el más estimulante posible, y aunque haya un propósito compartido por la gran mayoría de la sociedad en un momento dado, habrá siempre quienes encuentren razones más poderosas para abstenerse de participar que para hacerlo. Y aún en medio de la participación, habrá quienes aportarán más tiempo, más recursos y más esfuerzo que los demás. No todos quieren participar aunque puedan, y no todos pueden participar aunque quieran. Pero además la participación no puede darse en igualdad de condiciones para todos: igual esfuerzo de todos para obtener idénticos beneficios (o castigos) para todos. No es posible que todos participen en todo, ni que todos desempeñen exactamente el mismo papel. En cualquier organización (hasta en las más espontáneas y efímeras) la distribución de papeles es tan natural como la tendencia al conflicto. Surge naturalmente la confrontación de opiniones, de necesidades, de intereses y hasta de expectativas individuales, frente a las expectativas de un conjunto de seres humanos reunidos. Es decir, que no se puede participar para obtener, siempre, todo lo que cada individuo desea. O dicho de otra manera: los propósitos de la organización colectiva solo excepcionalmente coinciden plenamente con los objetivos particulares de sus integrantes.
LA REPRESENTACIÓN
Representación y participación forman una pareja ineludible cuando hablamos de democracia. Ambos términos se requieren inexorablemente. Por lo que decíamos más arriba, porque la participación no existe de manera perfecta para todos los individuos y para todos los casos posibles, y porque no existe forma de participación colectiva que no contenga un cierto criterio representativo. Esto no significa, ni que la participación ciudadana se agote en la elección de los representantes, ni que el voto sea la única forma plausible de darle vida a la participación democrática. Si bien un principio básico de la organización democrática que conocemos consiste en la elección libre de los representantes políticos, la participación ciudadana hace posible extender ese principio más allá de los votos. Convertirla en algo más que una sucesión de elecciones y, de paso, enlazar los procesos electorales con las decisiones políticas cotidianas.
La participación no es suficiente para entender la dinámica de la democracia, pero sin la participación, sencillamente la democracia no existiría. Lo que debe quedar claro es que la democracia requiere siempre de la participación ciudadana, con el voto y más allá del voto. Participación y representación son dos términos que se necesitan recíprocamente: participación que se vuelve representación gracias al voto, y representación que se sujeta a la voluntad popular gracias a la participación cotidiana de los ciudadanos.
VALORES DE LA PARTICIPACIÓN
La participación ciudadana apenas podría imaginarse sin una cuota, aunque mínima, de eso que llamamos conciencia social, aquellos vínculos que unen la voluntad individual de tomar parte de una tarea colectiva en el entorno en que se vive. La democracia sería imposible sin un conjunto de valores éticos compartidos por la mayoría de la sociedad. Si bien la ética es una cuestión fundamentalmente personal (cuando pienso moralmente no tengo que convencerme más que a mí) en política es imprescindible que convenza o me deje convencer por otros. Pero la participación política supone ambos procesos en forma simultánea: el convencimiento propio acerca de las razones que me llevan a participar, y el acuerdo con los demás para iniciar una empresa en común. De modo que en ella se reúnen los valores individuales que hacen plausible la iniciativa personal de participar, y los valores colectivos que hacen además posible la vida civilizada. Otro valor que conviene tener presente, es el de la tolerancia. Tolerar no significa aceptar siempre lo que los otros opinen o hagan, sino reconocer que nadie tiene el monopolio de la verdad y aprender a respetar el punto de vista ajeno. ¿Por qué se relaciona esto con la participación ciudadana? Porque la participación se construye siempre, necesariamente, a través del diálogo, de la confrontación de opiniones entre varios individuos independientes que han decidido ofrecer parte de sus recursos y de su tiempo en busca de objetivos comunes, pero que también han decidido a renunciar a una porción de sus aspiraciones originales para cuajar una acción colectiva. Sin tolerancia, la participación ciudadana sería una práctica inútil, no llevaría al diálogo ni a la reproducción de la democracia.

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